domingo, 2 de septiembre de 2012

"La esperanza y la utopía" - Silvia Bleichmar

Lo que torna a Caperucita Roja una ingenua no es haberle creído al lobo, sino haber convertido la evidencia acerca de las enormes orejas, la gran nariz, las manos peludas, en objeto de una interrogación al servicio de la desmentida, buscando en las respuestas que recibía una racionalidad que anulara su profunda sospecha de que no estaba, en realidad, frente a su abuelita. Por eso, en lugar de huir, siguió preguntando, no a la búsqueda de la verdad que de algún modo conocía, sino en el intento de que la respuesta oficiara al servicio de su deseo de anulación de la percepción: orejas grandes para oírte mejor –qué mayor halago que ése–, manos grandes para tocarte mejor –qué hermoso, cómo me quiere mi abuelita–, ojos grandes para mirarte mejor –soy tan bella, objeto de la mirada amorosa, que requiere ojos grandes para poder apreciarla. Boca grande para comerte mejor, y ya es tarde, ya está en las fauces y en la barriga del lobo, hasta que alguien venga a liberarla, porque no sólo ha quedado atrapada sino que ha cedido las pocas fuerzas que tenía para evitar su captura o destruir a su captor.

La ingenuidad no es una virtud, y si se la presenta como tal es porque en ella se sostiene el beneficio de quienes se aprovechan del que la padece, ya que se caracteriza por un ejercicio de la creencia sin empleo de juicio crítico para separar lo verdadero de lo falso, lo posible de lo imposible, y, muy en particular, y ése es su mayor problema, para desestimar el reconocimiento de aspectos visibles de la realidad que descalificarían el deseo de que ésta fuera diferente.

Pero, como lo demuestra Caperucita, detrás de la ingenuidad hay un deseo de obtener algo, y si bien la víctima de su propia ingenuidad podría merecer nuestra simpatía, es indudable que su motivación no es tan pura como se supone: quien compra un billete premiado de lotería cree aprovecharse de un paisano que debe volver a su pueblo para hacerse cargo de un pariente enfermo; quien compra un buzón supone que el pobre hombre que se lo está vendiendo ya no puede estar en esa esquina porque padece alguna tragedia que lo captura. Y, sin duda, quien compra la presunta honestidad de un dirigente político corrupto lo hace cerrando los ojos a la evidencia para lograr algún tipo de beneficio, que no es necesariamente complicidad en el robo pero sí cierto statu quo que le garantiza no modificar las condiciones en las cuales sobrevive, instalado muchas veces solo en un huequito que lo protege y al mismo tiempo le impide darse cuenta de que si el mundo exterior está lleno de acechanzas, también lo está de oportunidades que no se adquieren sin riesgo.

La ingenuidad, francamente, me produce rechazo. De ingenuos está llena la complicidad de “los inocentes” con el terrorismo de Estado, con los ladrones de bienes públicos, con los golpeadores familiares, con la injusticia en general. El ingenuo, “el inocente”, como diría Broch, no es sino alguien que cierra los ojos a la amenaza o al sufrimiento hasta que éste se le viene encima. La ingenuidad política es, también, des-responsabilidad.

Por el contrario, la esperanza, si bien se esfuerza para cumplir un deseo, sostiene su racionalidad en la apreciación de los hechos de la realidad, y en su posibilidad de incidir en ellos. Se tiene esperanza no sólo cuando se aspira a que algo cambie en una dirección deseable, sino también cuando se avizoran las condiciones que lo posibilitan; y más esperanza se tiene cuando se participa de la oportunidad de lograrlo. A diferencia del iluso, pariente demenciado del ingenuo, la esperanza implica una evaluación de las condiciones de realización futura de un logro no alcanzado. Pero, como tal, supone un reconocimiento de los recursos posibles y de su empleo.

Que la esperanza se sostenga sobre el trasfondo de los sueños de los seres humanos es inevitable: en el horizonte mismo está aquello que se anhela, pero se sabe que sólo traza una dirección de recorrido, y no realmente una meta. Del mismo modo ocurre con la Utopía ; el error es considerarla objetivo político y no horizonte ético de la acción, ya que a través de los principios que sostienen su vigencia trasciende la posibilidad de rehusarse a la desigualdad como destino y al sufrimiento de las mayorías como única opción viable. Los descreídos pretenden que todo esperanzado es un ingenuo. En realidad, atacan la esperanza desde un lugar que está signado por la desilusión. Como las jovencitas que no creen en el amor porque al primer desencuentro se convencieron de que no hay príncipe azul y por eso afirman que toda enamorada es una ingenua –ya que el hombre encontrado nunca será el de la imagen soñada–, los descreídos corroen las posibilidades de vida de quienes luchan por hacer realidad sus sueños y por aceptar que entre el espacio virtual del deseo y el espacio real de la vida no necesariamente hay disociación, pero sí un recorrido que sólo se acorta, sin agotarse nunca, con acciones tendientes a modificar la distancia.

El desencantado es en realidad un ingenuo que deformó su propia percepción de la realidad, desmintió de ella los aspectos que lo desilusionaban, confió de manera pasiva en que se le diera como la deseaba y vive añorando su propia creencia pero avergonzado de ella, ya que nunca terminó de protagonizarla. Como Caperucita, que al menos tiene la dignidad de no acusar al lobo de haberla engañado ya que sería inadmisible aun para su infantil inteligencia reprocharle al lobo que sea lobo, el ingenuo desengañado debería reconocer que, como dice Amos Oz, “la desilusión es el sobreprecio acumulado del autoengaño”. Por el contrario, la esperanza, como el amor, siempre está presta a encontrar nuevos objetos en los cuales realizarse, a los cuales ceder la posibilidad frustrada de los proyectos anteriores. >>





Silvia Bleichmar

(“La esperanza y la utopía” –fragmento–.
De: “No me hubiera gustado morir en los 90” ,
2006).

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