martes, 2 de octubre de 2012

Claudio





Sentado en el andén de la estación con su boina gris, veía pasar las horas sin prisa alguna. Recordaba viejos tiempos en los que había sido feliz. Sin embargo, ahora ya no le quedaba nada. Perdió a su familia cuando el alcohol se apoderó definitivamente de su persona. Era extraño, pero cuando bebía tenía la sensación de ser alguien distinto. Podía evadirse y sentirse la persona más feliz del mundo y, momentos después, pensar que era la más desgraciada. Ahora ya todo daba igual. Le gustaría poder modificar el tiempo y cambiar el destino, pero ya era demasiado tarde.
Claudio vivía en la estación de tren junto a otras personas que, por diferentes motivos, también se habían quedado sin casa, sin trabajo y sin familia. A veces llegaban a intimar y sus vidas parecían menos vacías, acompañados por las desgracias del otro. No obstante, otras muchas, las personas que vivían como él se tornaban huidizas, recelosas de que pudiese sobrevenir un mal mayor. Temían por su vida y añoraban a su familia y amigos, pero esto a él ya no le afectaba. Es más, en estos momentos deseaba que todo acabara lo antes posible. Estaba harto de escuchar el sonido chirriante de los trenes o de ver pasar a personas desconocidas sin detenerse tan siquiera a mirarlo. Casi siempre era invisible a los demás. Podía desaparecer de este mundo y nadie lo extrañaría o, al menos, eso es lo que él creía.
Pese a todo, no pudo evitar que una lágrima se derramara por su mejilla. Qué raro, eso significaba que todavía estaba vivo.


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