Te quiero a las diez de la mañana, y a las once, y a las
doce del día. Te quiero con toda mi alma y con todo mi cuerpo, a veces, en las
tardes de lluvia. Pero a las dos de la tarde, o a las tres, cuando me pongo a
pensar en nosotros dos, y tú piensas en la comida o en el trabajo diario, o en
las diversiones que no tienes, me pongo a odiarte sordamente, con la mitad del
odio que guardo para mí.
Luego vuelvo a quererte, cuando nos acostamos y siento que
estás hecha para mí, que de algún modo me lo dicen tu rodilla y tu vientre, que
mis manos me convencen de ello, y que no hay otro lugar en donde yo me venga, a
donde yo vaya, mejor que tu cuerpo. Tú vienes toda entera a mi encuentro, y los
dos desaparecemos un instante, nos metemos en la boca de Dios, hasta que yo te
digo que tengo hambre o sueño.
Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay
días también, hay horas, en que no te conozco, en que me eres ajena como la
mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo, me distraen mis penas.
Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién podría
quererte menos que yo, amor mío?
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