Había pasado ya más de medio año desde la última vez que trabajó. Como
cada día, se levantaba semi abúlica, con la sensación de que el tiempo
transcurría sin novedad alguna, salvo las contadas ocasiones en las que algún
familiar o conocido le detallaba alguna primicia que, sin embargo, pocas veces
conseguía alejarla de su ensimismamiento.
Como tantos jóvenes de su generación, Irene era una persona cualificada. Tenía
dos carreras universitarias y un posgrado, así como también conocimientos de
inglés, tan demandados en la actualidad. Además, contaba con más de cuatro años
de experiencia profesional en su campo.
Frecuentemente, escuchaba casos similares en los que personas anónimas
narraban en algún medio de comunicación sus vivencias, las cuales transmitían
el mismo desasosiego y la misma desesperación que experimentaba ella.
Muchas veces Irene pensaba que quizás todo se trataba de una pesadilla, de
la que no alcanzaba despertar. Por más
que se lo cuestionaba, era incapaz de responder a todas las preguntas que se aglutinaban en su cabeza: ¿Qué estaba sucediendo en su país? ¿Qué pasaría cuando los más de cinco
millones de parados agotasen todas las prestaciones de desempleo? ¿Realmente su
generación se convertiría en la generación perdida?...
Entretanto, continuaban surgiendo casos y más casos de corrupción en los
principales órganos e instituciones de su país que, paradógicamente, acababan
siendo silenciados.
¿Hasta cuándo aguantaría la gente
las injusticias que a diario aparecían en televisión? ¿Serían capaces, incluyéndose
a sí misma, de rebelarse contra las mismas y conseguir un cambio? Lo único que sabía era que estaba harta y que esa
fatiga emocional estaba acabando con su visión optimista del mundo.
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